miércoles, 26 de octubre de 2011

El pez volador

La playa de La Magdalena es un sitio ideal para perder un día de verano. Las olas, salvo el paso de un barco, son un suave murmullo que ayuda a relajarse y aún en pleno Agosto se ve exenta de turistas que van al Sardinero, que es lo conocido.

Esto la convierte en familiar, de casa, de los de casa. Todo el mundo tiene el sitio escogido y a nada que te fijes comprobarás que siempre tienes a la misma gente alrededor. Hay quien, viniendo solo a la playa, te deja los zapatos y la bolsa mientras se va a nadar. Como he dicho, muy familiar. Lo que acrecenta la vergüenza en el caso de que algo se tuerza. Y ese día se torció.

Estando en un sopor indescriptible, a medias por el Martini a medias por el sueño arrastrado, no pudiendo dormirme por la luz del sol que atravesaba mis párpados recibí un súbito bofetón. Un bofetón húmedo por añadidura.

No sabes si duele más el daño en sí o la incapacidad del cerebro de procesar qué ha pasado. El que alguna vez haya chocado contra un cristal inesperado sabe de lo que estoy hablando. En las décimas posteriores al impacto es primero la descolocación y luego, cuando el cerebro se da cuenta de lo que ha pasado, es cuando llega el dolor.

Pues mi cerebro no acertaba a adivinar qué había pasado y la cegera provocada por el largo tiempo con los ojos cerrados, boca arriba sobre la toalla, no ayudaba.
A velocidad luz mi cerebro intentaba sopesar posibilidades. Un "amigo" y además "gracioso" que acabase de darse un baño y me hubiese saludado de tan singular manera era la posibilidad más factible y menos plausible. Pero una vez que los ojos se acostumbraron a la luz, no encontraron a nadie alrededor. Nadie recien bañado y de pie porque gente en sus toallas descojonada de la risa había a montones.

Dos gaviotas peleaban entre sí en pleno vuelo mientras un mule yacía en mi toalla. No es un recurso literario. Las gaviotas, peleando por el mule, le dejaron caer sobre mi cara. Con lo grande que es la playa. Si al menos hubiese sido un jargo...

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