lunes, 31 de octubre de 2011

Retrato ecuestre

Era el primer fin de semana de Septiembre. Un magnífico día de sol estaba despertando cuando llegué a Arriondas. Habíamos quedado para bajar el Sella y yo había llegado pronto por lo que decidí entrar en algún sitio a tomar un café. A esas horas de un domingo costó encontrar un sitio abierto por lo que no hubo posibilidad de elección. O este o ninguno.

El único sitio abierto era el mítico bar con las cuatro moscas de serie volando en perfectos cuadrados, las cintas de los chistes de Eugenio en el expositor vertical y un póster del Real Madrid con Santillana de delantero. Por miedo a que el croissant perteneciese al casco de los Nibelungos pedí sólo un café, que debía ser del primer cargamento que trajeron los españoles del Nuevo Mundo porque una gran desazón recorrió de inmediato mi ser.

Un trueno en mi interior avisaba de tormenta de verano, de esas que no da tiempo a recoger nada. Gracias a Dios no parecía que fuese la picadura de la serpiente de los siete pasos, que alguna vez no han llegado ni a seis, y había tiempo para ir hacia el baño de una forma digna y no a la carrera. Al llegar allí, una nube de nostalgia me invadió. Una placa turca.

¡Cuánto tiempo sin verla!. Una pena que no tuviesen a conjunto el papel Elefante, ese que por un lado patinaba y por el otro rascaba. Creo que ahora los hacen en rollos largos para que en las ferreterías te envuelvan los tornillos. Al menos no estaban los monolitos de Stonehenge que antaño dejaba la gente con mala puntería. Bueno, analicemos la situación. La puerta sin pestillo... ¡bien!. Una escobilla...¿para qué?. Mi indumentaria para bajar el Sella...camiseta, bañador y chanclas.

El bañador, cualquiera le deja a la altura de los tobillos así que fuera del todo. No hay percha, ni gancho, ni pomo, así que a la cabeza va, a modo de baturro tropical. Adopto la postura de Casillas en la tanda de penalties de la Eurocopa ante Italia con la escobilla en la mano para sujetar la puerta y evitar que Totti entre a meterme un gol.

Y en esto me vino a la mente el cuadro de Velázquez del Conde-Duque de Olivares en una postura totalmente escorzada. Así de escorzado me encontraba yo, como si el caballo hubiese huído de tan humillante cuadro, temeroso de pasar a la eternidad bajo tan triste jinete. Sin banda roja, ni armadura. Como gorro un bañador y como antorcha una escobilla. ¡Santiago y cierra España!.

sábado, 29 de octubre de 2011

Flippers y otros delfines.

Llovía a cántaros cuando entré en El Agua de Valencia a comprar tabaco. La primera moneda me sacudió una descarga que hizo que se me cayera. No era una descarga como cuando tocas dos cables, salta un chispazo y se bajan los fusibles. Era más bien una cosa continua, como de Abdominazer, de los que rigen los músculos de tu cuerpo. Al segundo intento con idéntico resultado, el camarero me dijo que me subiese a la tarima de madera, que con los pies mojados no podía tocar la máquina.

No sé si fue la electricidad recorriendo mi cuerpo la que activó un recuerdo olvidado. Un recuerdo de calambres similares en los bares de El Río de la Pila de finales de los 80. De cuando en cada bar había un flipper, pinball o petacos, como "Trailer"; Un Kenworth hacía sonar dos veces su bocina cuando lograbas hacer subir la bola por la rampa derecha. En cada bar que se preciase había una.

Y luego estaban las salas de recreativos. De cuando no teníamos en casa Playstations, Xboxes y Wiis. Íbamos con nuestras monedas de 5 duros a dejar grabado nuestro récord con un máximo de tres letras. Algunas había que llegaban a costar dos monedas de 25 pesetas y entre esas, la joya, "Dragon's Lair". Un juego en laserdisc con gráficos Disney y dos pantallas que arremolinaban gente a su alrededor.

En el ocaso de este tiempo apareció "Tetris" que mantuvo viva la costumbre de jugar una partida a dobles por mero pique etílico. En el inicio, "Space Invaders", "Asteroids", "Galaxian" y "Pac Man". Y la del volante de madera que metías un duro y tenías que mantener el equilibrio del mismo mientras caía para poder recuperarlo. ¡Dios, qué viejo soy!.

miércoles, 26 de octubre de 2011

El pez volador

La playa de La Magdalena es un sitio ideal para perder un día de verano. Las olas, salvo el paso de un barco, son un suave murmullo que ayuda a relajarse y aún en pleno Agosto se ve exenta de turistas que van al Sardinero, que es lo conocido.

Esto la convierte en familiar, de casa, de los de casa. Todo el mundo tiene el sitio escogido y a nada que te fijes comprobarás que siempre tienes a la misma gente alrededor. Hay quien, viniendo solo a la playa, te deja los zapatos y la bolsa mientras se va a nadar. Como he dicho, muy familiar. Lo que acrecenta la vergüenza en el caso de que algo se tuerza. Y ese día se torció.

Estando en un sopor indescriptible, a medias por el Martini a medias por el sueño arrastrado, no pudiendo dormirme por la luz del sol que atravesaba mis párpados recibí un súbito bofetón. Un bofetón húmedo por añadidura.

No sabes si duele más el daño en sí o la incapacidad del cerebro de procesar qué ha pasado. El que alguna vez haya chocado contra un cristal inesperado sabe de lo que estoy hablando. En las décimas posteriores al impacto es primero la descolocación y luego, cuando el cerebro se da cuenta de lo que ha pasado, es cuando llega el dolor.

Pues mi cerebro no acertaba a adivinar qué había pasado y la cegera provocada por el largo tiempo con los ojos cerrados, boca arriba sobre la toalla, no ayudaba.
A velocidad luz mi cerebro intentaba sopesar posibilidades. Un "amigo" y además "gracioso" que acabase de darse un baño y me hubiese saludado de tan singular manera era la posibilidad más factible y menos plausible. Pero una vez que los ojos se acostumbraron a la luz, no encontraron a nadie alrededor. Nadie recien bañado y de pie porque gente en sus toallas descojonada de la risa había a montones.

Dos gaviotas peleaban entre sí en pleno vuelo mientras un mule yacía en mi toalla. No es un recurso literario. Las gaviotas, peleando por el mule, le dejaron caer sobre mi cara. Con lo grande que es la playa. Si al menos hubiese sido un jargo...

jueves, 13 de octubre de 2011

La trampa del Sella

El Sella es La Meca de la zona norte; Hay que ir por lo menos una vez en la vida. Y no me refiero al primer fin de semana de Agosto en el que unos compiten en el río por ser el más rápido mientras otros lo hacen en tierra por ser el más alcohólico. Me refiero a bajarlo cualquier otro fin de semana, de verano a ser posible, más despacio en el remar y en el beber. Y en eso llevábamos ya varios años, que si no era por una cosa era por otra que la experiencia se iba dilatando en el tiempo. Así que un fin de semana, por fin, fuimos.

Para empezar, hay infinidad de empresas que realizan la actividad por lo que nosotros, como no podía ser de otra manera, cogimos la que a la postre resultó ser la peor. No hay manera de mantener la dignidad y menos el glamour con un chaleco salvavidas, un bañador, unas chanclas y un bidón debajo del brazo. De semejante guisa iniciamos el descenso que, como la palabra indica, prometía ser fácil. Otra cosa sería ascenderlo como los salmones.

Los rápidos, que coincidían con los meandros, se intercalaban con las zonas de calma total en los que había que dar el callo si se quería avanzar. Para recuperar fuerzas se hallaban esparcidos por los laterales una suerte de "chiringos" para comer algo y sobre todo beber sidra. El glamour de trepar hasta ellos con las clanclas llenas de tierra y el bañador pegado al cuerpo no tiene precio.

Pues fue cuando, yendo en cabeza del grupo río abajo, divisé algo extraño en uno de los meandros. La corriente te arrastraba hacia el lado izquierdo del río y allí se encontraba, recostado sobre la superficie del río, un árbol de medio lado. y entre el tronco y la orilla toda suerte de canoas dobladas y gente esparcida. Algo no iba bien. ¿Qué pintaba ese árbol en medio del camino?. Como quiera que los segundos de indecisión nos aproximaban al escenario del caos, clavé el remo por mi lado izquierdo para obligar a la canoa a virar todo hacia ese lado de la orilla y a pesar de que la corriente tiraba con fuerza, logramos alcanzarla antes de llegar a la "zona 0". Una vez en la orilla comprobamos que la situación era peor de lo que parecía. El árbol no permitía el paso en mitad de un rápido que succionaba todo como un agujero negro. Canoas dobladas y gente sangrando daban fe de lo peligroso de la situación. Así que me apresuré a avisar a los que nos seguía de la expedición.

Los que nos seguían resultaron ser mi suegra y mi mujer, que respondían a todos mis gestos de aviso del peligro con salutaciones. Por lo que llegaron al tronco, lo golpearon violentamente con la proa, la canoa viró, se colocó paralela al tronco y antes de que pudiesen entender qué les estaba pasando se inundó y desapareció por debajo del mismo. Yo me lancé detrás y durante un rato en el que sólo veía burbujas a mi alrededor, logré asir un brazo de mi mujer intuitivamente. Aún así, bajamos un rato sin poder hacer pie, no por la profundidad, sino por la velocidad del agua. Cuando disminuyó mínimamente la velocidad, logramos sacar la cabeza del agua para descubrir que el espectáculo era más dantesco por este lado del tronco que por el otro. Mi suegra abrazada al bidón de los enseres, con la cara de quien acaba de ver su vida en diapositivas, aún descendía hacia Ribadesella mientras infinidad de gente se encontraba en situación parecida. Sin calzado, sin canoa, sin bidón con las llaves del coche...

Pasado este mal trago, y nunca mejor dicho, remamos hasta el punto de contacto que resultó ser el último de todos. Desde el primer punto de recogida hasta el definitivo, mi mujer y mi suegra sopesaron seriamente el trepar por la ladera del río hasta la carretera para pedir auxilio y que las devolviesen a casa. Llegaron a la conclusión de la bajada del Sella nada tiene que ver con la belleza plástica de ver a David Cal, ese Pocahontas musculado, cortando a cuchillo la superficie de un espejo. Se prometieron no bajar nunca nada que no fuese en ascensor.

martes, 11 de octubre de 2011

El cabreo de Poseidón

Como quiera que fuese que era el tercer verano pasando las vacaciones en el mismo sitio, la monotonía empezaba a adueñarse de nosotros. En una playa donde la gente tomaba posesión de la orilla antes del desayuno y sólo quedaba contemplar con estupor la hilera de sombrillas impasibles, huérfanas de bañistas, que recorrían la orilla guardando el sitio, se nos ocurrió alquilar un pedalón.

Pero no un pedalón pequeño, no. Era el padre de todos los pedalones. Con unos cuatro metros de eslora y tobogán incorporado. Y tras asegurarnos que no era necesario el Titulín, pues no llegaba a la categoría de embarcación de recreo, salimos a la mar. Siendo el Mediterráneo un mar tranquilo, salimos con la cámara de vídeo VHS, el niño, la suegra y la madre que me parió. La hora de alquiler prometía. Tobogán para arriba, tobogán para abajo, la hora se iba consumiendo mientras el mar se estaba encrespando.

Debió ser que Poseidón se puso celoso, que nos puso el mar proceloso. Y a la hora de volver, la orilla ora se veía, ora desaparecía a medida que nos superaban las olas. Mientras estábamos mar adentro las olas habían pasado inadvertidas, pues sólo era un sube y baja, pero ahora, a medida que nos acercábamos a la orilla ganaban en fuerza y altura. Empezó a cundir el pánico. Se tira la madre, salva al hijo, se tira la suegra, salva el tipo y queda el idiota sentado en lo alto del tobogán con la cámara de VHS en la mano.

No tengo el timón, ni los pedales y el pedalón empieza a girar ofreciendo todo su lateral a las olas. A cada ola que pasa escora unos 45º lo que no me permite bajar del tobogán. Mi suerte está echada. Metro a metro me acerca a la orilla, allí dónde baten las olas y ocurre lo inevitable. Llega la ola definitiva y entro en la playa arrasando a los bañistas desde lo alto del tobogán del padre de todos los pedalones. Con la cara del que se ve dando vueltas debajo de las olas con una mole de fibra de vidrio encima y una cámara de "vidrio" en la otra, abro los ojos para ver que el pedalón ha quedado depositado en la arena a escasos metros de la hilera de sombrillas, esta vez llenas de gente que asisten estupefactos al espectáculo, conmigo encima.

Por si fuera poco semejante bochorno viene el hombre del alquiler gritándome que "¿Qué hago?". "Que le voy a rayar el pedalón con la arena". Y se lo agradezco. Ante la presencia de un público tan numeroso siempre es mejor quedar de temerario que de imbécil.

viernes, 7 de octubre de 2011

Juegos de azar

Esto ocurrió en un tiempo en el que las Pesetas habían sustituido a los Sestercios antes de la implantación del jodido Euro, ese que nos subió un 66% la vida. En una entidad de ahorros local, de cuyo nombre no quiero acordarme, entre otras cosas porque hoy en día es Effibank S.A. (¡ups!), estaban haciendo una promoción por la que te entregaban un "rasca y gana" por cada 10.000 pesetas que ingresases.

No tenía yo muchas esperanzas de que me tocase nada. Entre otras cosas porque cuando inaguraron la libreta 15-30, la juventud se animó a abrirla con lo mínimo para que les diesen una gorra y una camiseta y yo, en cambio, que tenía ahorrado medio millón de pesetas para comprarme algún día un piso la abrí con esa cantidad y en el primer sorteo de premios que hicieron, me "tocó" un compact-disc portátil, de cuando eso tenía algún valor.

Así que me acerqué a la ventanilla con 80.000 pesetas con el ánimo de ingresarlas porque tocaba y no por otra cosa. Me acercaron ocho "rasca y gana" y como no tenía otra cosa que hacer mientras la señorita tecleaba el NCR pantalla monocromo verde, saqué una moneda y rasqué el primero. ¡Una olla a presión!. ¡Dios existe!. ¡Y yo que tenía mis prejuicios con esta gente!. Nunca más.
Prometiéndome no volver a juzgar a nadie tan a la ligera rasqué el segundo...¡Un reloj de pulsera!. ¡Santo Dios!. ¿Puede haber tanta dicha?.
Temblando rasqué el tercero...¡Una sandwichera!. ¡No puede ser!. ¡Aquí hay gato encerrado!.
Rasqué la cuarta...una licuadora. Rasqué la quinta...otra olla a presión. Rasqué la sexta...un exprimidor. Rasqué la séptima...una pluma. Rasqué las última...una tostadora.

La revolución en la sucursal fue total. Los de detrás de mi en la fila agitados porque la entidad tiraba la casa por la ventana e iban a pillar. La cajera atormentada por la tormenta que se le avecinaba. Y el director de la sucursal, con cara de atormentado que se avecinaba hacia la cajera.

"¿De qué taco le has dado?"- dijo él susurrándole al oído.

"De este"- respondió ella con la cara encendida de un rojo infierno.

"¡De ese no, hombre, de ese nooo!"- replicó él con gesto contrariado. y volviéndose hacia mi, dice con voz insegura- "Verá usted, es que ha habido un error...".

"¡¡Quieto ahí!!"- le interrumpí sorprendido de mi propia voz. "Pues sepa vuestra merced , que lo que para vos es un error, para mi es azar. No se le ocurra mover ni un dedo porque se puede armar un follón de Dios es Cristo. ¡Voto a Bríos!.

Y derrotado, sin decir más, se volvió para su despacho, mientras el murmullo de la fila se hacía más grande y la cajera se hacía más pequeña. La falta de luces de esta o el temor a las represalias la llevó a dar al resto de los testigos "rasca y gana" del otro taco, es decir, del de "siga jugando". Y de ahí viene el origen del grupo de indignd@s contra la banca.

Yo, por mi parte, tuve que dar dos viajes para llevarme todo lo que el "azar" me había deparado.

jueves, 6 de octubre de 2011

Emulando a Freire

Ocurrió en el mes de Agosto de algún verano en Torre del Mar, tranquila localidad de la costa malagueña, con unos dos kilómetros de paseo al borde de la playa. Tan tranquila que allí descansa el golpista Antonio Tejero.

Habiendo huido del bullicio de Marbella, nos encontrábamos paseando, mis cuñados con mi sobrina, mi hijo, mi mujer y un servidor, por el mencionado paseo plagado de castillos hinchables, mesas de ping pong y toda suerte de artilugios a pedales para poder alquilar. Como quiera que el paseo se antojaba largo y la noche se nos venía encima, decidimos alquilar un cuatriciclo de seis asientos con su toldo y todo. Sorprendente no necesitar el carnet C1 para manejar semejante mole.

El hombre que lo alquilaba, en su "ferpecto andalú", nos dió las instrucciones básicas de manejo, la hora de vuelta y un consejo muy importante: "No pasei del edificio aqué porque aluego no podrei vorvé". La mirada cómplice entre mi cuñado y yo delataba nuestro común pensamiento. No nos iba a amedrentar el fulano este con historias tales como la manzana prohibida del Paraíso, el fin del océano en una cascada o, ya que estábamos en Andalucía, la canción "Jonathan, no te metas pa lo ondo, que tú no sabes nadar".

Así que, muy seguros de nosotros mismos, nos fuimos por la carretera del paseo, ya que semejante mole no se podía meter por el paseo peatonal. Cuando llegamos al edificio de marras, seguimos hacia adelante riéndonos del pobre infeliz que seguramente quería tenernos al alcance de la vista o, en su defecto, asegurarse de que no nos fuéramos muy lejos por si luego nos pasábamos de la hora límite para volver.

Y resultó que no se podía volver. El paseo marítimo de Levante, que unos metros antes presumía de ser ancho, se tornaba estrecho y de una única dirección que nos empujaba sin remedio, cual río proceloso, hacia la N-340a. Con dos niños pequeños y con la oscuridad cerniéndose sobre nosotros sobra decir que el pánico irrumpió en el grupo, sobre todo en mi cuñado y yo que habíamos sido los instigadores de la rebelión.

Con el sentimiento de culpa que sólo se tiene de pequeño, cuando tus padres te advierten de algo y tú vas de cabeza hacia ese algo, decidimos poner todo de nuestra parte para desfacer el entuerto. Así que poniéndonos de pie sobre los pedales nos dispusimos a dar el todo por el todo, cual Freire vs. Cipollini, para poner el cuadriciclo a la máxima velocidad posible entre el veloz tráfico de una carretera nacional y rezando para que no desembocase en el acceso a una autopista y que de ser así, no fuese de peaje.

Cabizbajos devolvimos tarde el cuadriciclo, seguros de quedar expulsados del Paraíso, que en adelante pariríamos a nuestros hijos con dolor, que nos pondrían delante del jardín de Edén querubines, y la llama de espada vibrante, para guardar el camino del árbol de la vida.

miércoles, 5 de octubre de 2011

Orto cultura

"De los cuarenta para arriba, no te mojes la barriga", decían. " A partir de los cuarenta hay que revisarse la próstata", amenazaban. Y llegados a esa edad uno empieza a preocuparse.

Total, que de vuelta al parque temático a visitar al urólogo. Esta vez, bien tranquilo, pues se suponía que era una primera cita, una toma de contacto y además era pura rutina, no tenía nada. Además, me habían asegurado, hoy en día ya no se hace la inspección a base de dedo; Utilizan ecógrafos. Aún así, siguiendo los consejos de mi abuela, cuando aún recordaba ser mi abuela, llevé los calzoncillos limpios por si acaso.

En la sala de espera el único de cuarenta era yo. Los demás me doblaban la edad. ¿A que me la han metido doblada?. Y eso que aún no podía alcanzar a imaginar cuán certero podía llegar a ser ese pensamiento.
Ya dentro, tras una breve salutación y una comprobación en el ordenador de mi última analítica de sangre (eso que salimos ganando), me indica que pase detrás del biombo y me baje los pantalones y... los calzoncillos. No puede ser. Si yo estoy bien.¿Y la ecografía?.

La enfermera me acompaña por si no sé hacerlo yo solito y me dejan echado boca arriba con los pantalones y los calzoncillos por los tobillos. Salir corriendo ya no puedo. Mi hermano lo logró una vez, de pequeño, al ver la punzante aguja de la jeringuilla de su vacuna, pero a la velocidad punta del pingüino no se llega muy lejos. El alcanzó la sala de espera para hilaridad de los allí presentes pero no estaba yo muy seguro de la conveniencia de semejante plan a mi edad.

El urólogo se pone un guante de látex. Mala señal. Y me empieza a apretar mis partes con desprecio, como si él no tuviese lo mismo y no supiese lo que duele. Cuando ya parecía que todo se iba a quedar en eso se unta el dedo corazón en vaselina...

Y empiezo a dar gracias a Dios porque, en esta época de crisis en algún momento nos quitarán la vaselina y la sustituiran por el palo entre los dientes. De momento aún queda. Y por si ya parecía poco humillante estar tumbado con los calzoncillos por los tobillos, ahora se me pide que eleve y flexione las piernas. Como si hubieses estado cagando en lo alto de un abedul y te hubieses caído de espaldas. Y entonces llega el momento temido. Sin palabras cariñosas, sin besos... en la primera cita. Te sientes fácil y sucio.

Ya sin el ánimo con el que entré me dice que la próstata se revisa a partir de los cincuenta a no ser que se tengan antecedentes de cáncer de próstata en la familia... ¡Hijosdeputa!. ¿Quién expandió la leyenda urbana de los cuarenta?. Encima se pensará que he venido por gusto. Y salgo derrotado. Y miro a los hombres de la sala de espera... pero ya con otros ojos.

martes, 4 de octubre de 2011

Garganta profunda

Hete aquí, por esas cosas de la edad, que me encontraba una mañana en ese gran parque temático que es un hospital. Atracción del día: Gastroscopia.

Una sala con tres mujeres, ya sea porque son las que más estudian en vez de jugar al mus, o ya sea por venganza, que me explican que me tumbe de costado e intente estar tranquilo. Para empezar a estar tranquilo, la primera me amordaza con una pieza de plástico, que me deja la boca abierta, atada a mi cabeza. Empiezo a sentirme como Marcellus Wallace y para nada tranquilo. Ya ni puedo decir "para que me apeo".

La segunda me comunica que cuando note el tubo en la glotis tengo que tragar. Me siento sucio pero no hay remedio. Ni puedo objetar, ni puedo hacer las típicas preguntas para retrasar el momento. Y entonces entra a matar...

Una vez pasada la dichosa glotis que lucha por sacar aquella manguera, me meten cable suficiente para ver qué tiempo hace a través del orto. No contentas con eso, la manguera insufla aire en mi atormentado cuerpo para que ellas puedan ver mejor y, a la par, yo me convierta en un sapo eruptador con los ojos desorbitados, de medio lado en una camilla cual batracio que lucha por escabullirse de una disección.

Gracias a Dios, como en todo roller coaster que se precie, el viaje no dura más allá de dos minutos. Lo bueno, si es breve, dos veces bueno.

Lo mejor la salida; La cara de pánico que se les queda a los de la sala de espera cuando te ven salir con los ojos enrojecidos de tanta arcada y les dices: "El aparato va mal...".