martes, 11 de octubre de 2011

El cabreo de Poseidón

Como quiera que fuese que era el tercer verano pasando las vacaciones en el mismo sitio, la monotonía empezaba a adueñarse de nosotros. En una playa donde la gente tomaba posesión de la orilla antes del desayuno y sólo quedaba contemplar con estupor la hilera de sombrillas impasibles, huérfanas de bañistas, que recorrían la orilla guardando el sitio, se nos ocurrió alquilar un pedalón.

Pero no un pedalón pequeño, no. Era el padre de todos los pedalones. Con unos cuatro metros de eslora y tobogán incorporado. Y tras asegurarnos que no era necesario el Titulín, pues no llegaba a la categoría de embarcación de recreo, salimos a la mar. Siendo el Mediterráneo un mar tranquilo, salimos con la cámara de vídeo VHS, el niño, la suegra y la madre que me parió. La hora de alquiler prometía. Tobogán para arriba, tobogán para abajo, la hora se iba consumiendo mientras el mar se estaba encrespando.

Debió ser que Poseidón se puso celoso, que nos puso el mar proceloso. Y a la hora de volver, la orilla ora se veía, ora desaparecía a medida que nos superaban las olas. Mientras estábamos mar adentro las olas habían pasado inadvertidas, pues sólo era un sube y baja, pero ahora, a medida que nos acercábamos a la orilla ganaban en fuerza y altura. Empezó a cundir el pánico. Se tira la madre, salva al hijo, se tira la suegra, salva el tipo y queda el idiota sentado en lo alto del tobogán con la cámara de VHS en la mano.

No tengo el timón, ni los pedales y el pedalón empieza a girar ofreciendo todo su lateral a las olas. A cada ola que pasa escora unos 45º lo que no me permite bajar del tobogán. Mi suerte está echada. Metro a metro me acerca a la orilla, allí dónde baten las olas y ocurre lo inevitable. Llega la ola definitiva y entro en la playa arrasando a los bañistas desde lo alto del tobogán del padre de todos los pedalones. Con la cara del que se ve dando vueltas debajo de las olas con una mole de fibra de vidrio encima y una cámara de "vidrio" en la otra, abro los ojos para ver que el pedalón ha quedado depositado en la arena a escasos metros de la hilera de sombrillas, esta vez llenas de gente que asisten estupefactos al espectáculo, conmigo encima.

Por si fuera poco semejante bochorno viene el hombre del alquiler gritándome que "¿Qué hago?". "Que le voy a rayar el pedalón con la arena". Y se lo agradezco. Ante la presencia de un público tan numeroso siempre es mejor quedar de temerario que de imbécil.

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