martes, 29 de mayo de 2012

La isla del Carmen

Luanco es un hermoso pueblo de la costa de Asturias, de esos que en verano triplican la población de invierno, por el que merece la pena dejarse caer. Y eso es lo que hacía yo allá por el 88 aprovechando la cálida acogida familiar; Dejarme caer.
Se tomaba el sol en el Gallo que era el espigón desde donde toda la juventud se exhibía, en plena efervescencia hormonal, con toda suerte de saltos al agua. Mortales, ángeles y tirabuzones terminaban salpicando en el mar entre el alboroto de los chicos y el regocijo de las chicas. Yo miraba al mar desde esa altura y no lo veía claro, pero no era cuestión de amedrentarse. Mi ridículo salto de pie no impresionó a nadie así que tuve que esperar mi oportunidad en otro campo que me fuese más propicio.
Pocos minutos después, la conversación de que fulanito de tal nadaba todos los días desde el Gallo a la isla del Carmen y que un día tenían que probar me dio la oportunidad de ponerme bravucón. ¡Cómo que un día de estos!. ¿Y por qué no ahora?.
Debió cogerles fríos porque sólo dos secundaron mi propuesta lo que revalorizaba mi aventura. Antes de medio camino uno se volvió porque no lo veía claro. Vamos mejorando. De esta me convierto en leyenda. Y llegamos a la isla.
No sé el tiempo que nos llevó llegar ni el tiempo que estuvimos descansando en la isla pero la idea de volver se nos antojaba épica. Bien por el efecto óptico, bien por las escasas fuerzas, el Gallo parecía estar allende los mares cerca del infinito. Pero no quedaba otra.
Nos hicimos a la mar con un nadar cansino que antes de medio camino había tornado de estilizado crol a rústica braza y de ahí a espalda para ir descansando. Ya no éramos tan visibles como cuando batíamos fuertemente el agua y la cercanía de dos motoras con sus respectivos esquiadores nos hizo tomar una decisión de urgencia. Nos pusimos los bañadores en la cabeza para ser más visibles a las motoras. ¡Qué cambio tan sorprendente produce un trozo de tela!. Incomprensible por otra parte ya que el agua atraviesa el bañador igualmente pero la sensación de libertad hizo que recobráramos nuestras fuerzas.
Y fue entonces cuando aparecieron unas irregularidades en la superficie del mar. Unas irregularidades que se aproximaban o nosotros a ellas pero no había forma de ver de qué se trataba al estar al mismo nivel. Sólo cuando las tuvimos casi encima averiguamos que se trataba de mules chupando la superficie, con el tiempo justo de volvernos a poner los bañadores. Primero está Dios y luego todos los santos.
Cuando llegamos por fin al Gallo las piernas nos temblaban tanto del esfuerzo que no fuimos capaces de pasar del primer escalón y allí nos quedamos un largo rato contemplando la lejanía de la isla y la grandeza de nuestra gesta.

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